martes, 7 de diciembre de 2010

GUSTAVO ADOLFO PALMA, una época


El cantante Gustavo Adolfo Palma cruzó tres décadas como un largo rayo de luna.

POR JUAN CARLOS LEMUS

La voz educadísima. El porte galante y aristocrático. Es Gustavo Adolfo Palma, el tenor de Centroamérica. Su época fue la de la televisión en blanco y negro, los clubes nocturnos exclusivos, los sombreros marca Stetson y la Segunda Guerra Mundial; además, fue la época de oro de la TGW, La Voz de Guatemala, y el venturoso surgimiento de programas artísticos en los canales de televisión.El hijo del abogado Cecilio Palma y Palma y de doña Piedad Recinos de Palma, Gustavo Adolfo, nació en Jutiapa el 31 de agosto de 1920. Fue traído a la capital cuando tenía 7 años de edad. Cursó la primaria en la Escuela Costa Rica —hoy Escuela Nacional Central de Comercio—, y el bachillerato en el Instituto Nacional Central para Varones.
Corría el año 1934 cuando, a los 14 años, cantó por primera vez en programas de aficionados del Teatro Abril. Su debut oficial data de 1936, en la radio TGX, propiedad de Miguel Ángel Mejicanos. Y a los 17 comenzó a cantar en la TGW.

Lo dicho en pocas líneas constituyó, en realidad, una fecundación que echó profundas raíces dentro del mundo artístico. La voz del joven Gustavo Adolfo Palma alcanzó una tesitura de corte carísimo, tan valiosa, que si Guatemala hubiera tenido la maquinaria promocional que despliega México con sus artistas, habría alcanzado la fama de cantantes como Pedro Vargas o Pedro Infante, pues los intérpretes virtuosos no nacen exclusivamente dentro de ciertos límites geográficos. Esta afirmación —lo sabemos— conlleva una responsabilidad, la de asegurar que su voz y presencia tenían las proporciones descomunales de las citadas estrellas. Y eso es completamente cierto. Gustavo Adolfo Palma entró con ímpetu por las puertas de la TGW y otros lugares que ya evocaremos. De hecho, se desarrolló en plena época de oro de esa radio, entre los años 1930 y 1950.

En la actualidad podemos escucharlo en Wikipedia, interpretando Contigo, Mi amor es un gitano, Historia de amor, El caminante del Mayab o Españolerías. También podemos apreciarlo en Youtube, aunque sea unos pocos segundos, cuando canta en El Cristo Negro, película dirigida por el español José Baviera y una en las que actuó. Sin embargo, en aquellos tiempos, para que un artista brillara se requería mucho más que anuncios y correos electrónicos masivos, pues estos ni siquiera existían. Su canto debía cruzar, como un largo rayo de luna, el inmenso bosque nocturno político, económico e indiferente nacional y resplandecer hasta el amanecer.

Pero no solo era difícil para un cantante brillar, sino que era necesario que centelleara el doble para sobresalir en un país alienado y casi siempre desdeñoso de sus valores. Afortunadamente, en Guatemala siempre ha habido excepciones y, además de la TGW y del Canal 8, que le abrieron sus puertas, otra de las grandes responsables de aquella fecundación fue Marta Bolaños de Prado, su maestra de canto a partir de los 19 años. Entró con esa garantía disciplinaria a los años 1940.

Un hecho sin precedentes sucedió para él en octubre de 1944, cuando ganó el primer lugar en el concurso Viaje a México, organizado por Rudy Solares Gálvez, quien escribió ese año en revista Arte:
“La evolución de la escuela artística en Guatemala es sorprendente (...) Sus medios de divulgación, antes raquíticos, se han vuelto prolíficos, ya sea por medio de la radio, de la escena o festivales de sello cultural”.
Ese número de la revista dedica su portada al cantante. Tenía 24 años y gracias a que ganó el concurso recibió un homenaje en el salón Granada, (en la zona 1), en donde fue felicitado por Pedro Vargas.
Y Vargas cantó para él. Pero ese era solo el principio. En México llegó a ser cantante de planta en la XEW, La Voz de América Latina, un puesto entonces casi inalcanzable. Había llegado por un mes para cantar en cuatro programas nocturnos —ese era el premio—, pero fue contratado para participar 10 meses como artista exclusivo de la emisora, donde cantó en programas estelares, sencillos diurnos y estelares nocturnos, y en una ocasión compartió escenario con Jorge Negrete.
Su carrera se disparó hacia el horizonte, donde lo esperaba el público mexicano y de Latinoamérica, pues la XEW no era cualquier cosa. En esa época fue entrevistado por el famoso locutor Pedro de Lille —coautor del famoso Corrido de Chihuahua—, y grabó con varias casas disqueras, entre ellas, la legendaria Columbia Records y Musart Records, que años más tarde, en los 1960, grabó a los Beatles.

Gustavo Adolfo Palma retornó a Guatemala, luego de 10 meses, y continuó destacando. Cantó con las mejores orquestas. Una noche de 1947 compartió escenario con Pedro Infante, en la Mansión Victoria, ubicada donde hoy se encuentra el IGSS de la zona 9.
Se iniciaba por aquellos años la televisión en nuestro país y se convirtió en uno de los principales protagonistas.

En 1970, el tenor fue invitado de honor en el Primer Festival de la Canción Centroamericana y del Caribe, en Panamá, evento producido por los hermanos Rigual. Entonces interpretó Contigo, de su propia inspiración, con la orquesta del festival, dirigida por el famoso compositor latinoamericano Jorge Sarmiento. En dicho evento compartió escenario con Pedro Vargas. Fueron décadas de gloria. Recibieron la amistad y profesionalismo del artista cantantes de la talla de Tanya Zea, amiga suya hasta el día de su muerte.
Gustavo Adolfo Palma falleció el 1 diciembre del 2009, en la Ciudad de Guatemala, a los 89 años de edad. Más que vivir la época de oro del canto nacional, hizo época.



En vida

Gustavo Adolfo Palma cantó en los mejores teatros, clubes y salas del país.
Fue acompañado por orquestas dirigidas por maestros como Miguel Sandoval, Manuel Gómez, Enrique Raudales, Milton Cabnal y muchos más.
En 1982 fue el protagonista del festival Broadway, efectuado en el Teatro Nacional de Guatemala.
En 1994 le fue otorgado el Arco Iris Maya como Cantante Consagrado (voto popular).
En el 2005 fue homenajeado, con motivo del 75 aniversario de la TGW.
Además de intérprete, Gustavo Adolfo Palma compuso algunas canciones de corte romántico. En 1976 fue el principal protagonista de la novela María.
“Era consciente de que toda superación implica disciplina, voluntad y tenacidad”, dice de su hija Susana Palma, quien se ha encargado de incluir en la Web muchos y valiosos datos de Gustavo Adolfo Palma.
Además de virtuoso cantante, fue destacado futbolista —integró el Aurora—, dibujante y carpintero. Tenía conocimientos de sastrería —hizo su propia camisa cuando concursó para el viaje a México, en el Teatro Lux—. “Nadie hubiese pensado que la sacó de una sábana”, cuenta Susana Palma.
Información sobre su vida se puede encontrar en: es.wikipedia.org/wiki/Gustavo_Adolfo_Palma



(en la foto, Gustavo Adolfo Palma, izquierda, estrecha la mano del famoso cantante mexicano Pedro Vargas))

lunes, 30 de agosto de 2010

El viejo terrible del teatro guatemalteco / Por los dominios de un irreverente

Xavier Pacheco tiene 55 años de dar batalla como actor, director de teatro y diseñador de vestuario.


Juan Carlos Lemus


No tiene nada que perder, según parece. Hay artistas que cuidan de su prestigio hasta el último día, cuando van con los pies delante hacia la tumba. El dramaturgo checoslovaco Adolf Weiss, por ejemplo, pidió que cuando fuera enterrado se le lustraran los zapatos desde las suelas y que lo perfumaran entero, para que sus deudos lo recordaran impecable.No es el caso del guatemalteco Xavier Pacheco, un actor y director teatral que sepulta con ira, incluso, a los más consagrados valores artísticos del país, desmitifica a vacas sagradas y se come vivas a las más tiernas actrices cuando las dirige en el escenario y “no saben caminar como mujeres”.


Pacheco es el viejo terrible del teatro. Para su desgracia —y esto no lo dice él, sino quien esto escribe—, tanta combatividad reposa sosegada en unas catacumbas sin oxígeno destinadas para vestidores en el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, donde imparte clases a sus estudiantes de teatro que seguramente lo adoran y lo odian. En aquel sitio, donde sobreviven y de donde han querido echarlos (pero no tienen a dónde ir) carcajea y sufre, como cualquiera, mas lo notorio en él es la devoción por enseñar y hacerlo bien.

Le tocó ser un actor de gran carácter en un país donde la comedia de café le gana cada fin de semana el pulso a los dramas sustanciales. El público paga caro la entrada y los güisquis por una obra de cochambre mexicana, pero ni un centavo por Hamlet.

Pacheco es un artista demoledor, cínico, versátil; además, es director, maquillador y diseñador de vestuario y máscaras. Pero enfatiza que él no hace “disfraces para actores”, sino vestuario digno de cada personaje. Lo peor que le ha ido sucediendo al teatro, según él, es que los actores van a las pacas a comprar trapos de cuarta mano.

Como director suele ser exigente, y como actor obedece a sus propios instintos y cánones. Horrible ha de ser para cualquier director dirigir a un viejo zorro como este, que se las sabe todas. Pero, a pesar de todo lo hasta aquí anotado, no deberían los amables lectores imaginar que hablamos de un viejo amargado y violento, que de ahora en adelante debería posar como insoportable. En realidad, Pacheco es una persona de amigos hasta la muerte. Pocos, quizá, pero intensos. Es una especie de dócil y noble vaca sagrada. Si se le azuza, por supuesto, a diferencia de quienes cuidan su puesto y prestigio, él soltará larvas y serpientes. Así lo hizo públicamente hace cinco años, cuando le iba a ser entregada la Medalla Efraín Recinos. Acusó al Ministerio de Cultura de ser un ente inculto e ignorante. Además, le dijo: “Ministerio de mierda". Allí mismo dejó la condecoración y eso le ha valido, como otras veces, marginación y malos modos.

Pero dejemos atrás los líos y en su casa, de la zona 5, constatemos su profundo amor por Pasita, su Yorkshire Terrier de 10 años. Una perra que le quita el aliento. “Es mi esclava y soy su esclavo —dice—; come mejor que yo. Tengo que pagar salón para que la bañen, porque a mí se me esconde. Cuando me enojo con ella, le digo: ‘¡Te voy a sacar a perder a la calle, por perra!’. Y se desaparece. Deja de hablarme, no come, se esconde en lugares de la casa donde jamás la encuentro”.
“Pero, igualmente, maestro —le digo—, Pasita ha de pensar lo mismo de usted, y también querría echarlo a usted a la calle”. Se ríe, y dice: “Claro, ella ha de pensar que yo soy un hijo de perra”.

La infancia de Xavier Pacheco transcurrió en los alrededores del parque Morazán. Nació en el 41, en Flores, Petén, y vino de 2 años a la capital.
Podemos imaginarlo cuando era niño, con sus amigos del barrio corriendo entre senderos de la finca El Zapote, zona 2, a donde iban con una bolsa y tijeras para cortar —y hueviar— verduras, flores y frutas. Regresaban cargados. En aquellos años 1940 “no había tanta violencia, ni maras; jugábamos chamuscas. Era el divertimento; nos íbamos de capiuza al Hipódromo del Norte. Éramos pobres, pero felices. Los pobres de ahora tienen Mercedes Benz, BMW y se van al puerto a drogarse”.

A veces cuesta identificar la línea que traza entre su sarcasmo, la broma y la verdad, pero casi siempre podemos hablar de un Pacheco desvergonzado, que aprendió a fumar Canarios cuando tenía 9 años de edad.
Desde adolescente quiso ser actor. Alguna oposición familiar habrá tenido. “Sí —responde—, pero nunca respeté a mi papá. Eso sí, le tenía miedo porque él era Hitler. No, no le tenía miedo, sino terror. Él quería que yo fuera abogado, pero, yo me dije: ‘Si quiere un abogado, pues que se gradúe él’”.

Don Manuel Pacheco y Adriana Berges Zetina, sus padres, eran peteneros, como Xavier y sus seis hermanos. El actor inició la carrera a sus 13 años. Estudiaba en la Escuela Normal cuando sus maestros descubrieron que tenía vocación para las tablas. Desde que era niño contaba la historia de Guatemala “como si se tratara de la Caperucita Roja”, recuerda. Así que le dieron una beca que consistía en dinero para el autobús cuando salía de la Normal, para ir a la Escuela Nacional de Arte Dramático. En una ocasión lo mandaron a hacer un ensayo al Paraninfo, en los territorios del grupo de Teatro Universitario. Había una escenografía con un Partenón, con sus columnas griegas, “bonitas, que sin querer rompí”. Lo cacheteó, en público, el autor de aquel diseño, Guillermo Grajeda Mena, su tío político.

Xavier estaba llorando por el dolor y la humillación cuando se le acercó una persona que le dijo: “Patojo, ¿no te gustaría trabajar en teatro?” Y respondió que sí. La obra: Antígona, interpretada por Matilde Montoya (la primera mujer de Manuel José Arce). Tiresias era Luis Domingo Valladares. “Era muy guapo Luis Domingo —recuerda, con un tono de voz que se torna dulce, afeminado—, de pelo platinado. Él era Tiresias, el ciego; a mí me vistieron de griego, y a los tres días estaba yo de lazarillo, llevando a Luis Domingo, y fue a partir de ahí que me dije: ‘Esto es verdaderamente lo que quiero hacer’. Y volví a hacer Antígona, muchos años después, en Panamá, Guatemala, y en varios lugares. Es una obra que siempre me ha perseguido y me ha dado premios. Por cierto que Luis Domingo era un buen actor, pero su problema fue que tenía tanto pisto que se dedicó a chingar la pita. Y también recuerdo que actuaban Acisclo Valladares, Norma Padilla y otros que para entonces estábamos pequeñitos”.

Con los años razonó que, efectivamente, su padre tenía razón. “¿De qué voy a vivir?”, se repetía. Decidió ser maestro, se inscribió en Letras, en la Facultad de Humanidades;. Tenía 17 años “y solo viejitos de 30 ó 40 años había. Después de dos años me di cuenta de que eso no me interesaba. Yo quería ser actor”.

Un día se fue a estudiar maquillaje y vestuario a Estados Unidos. “De primero, el gobierno gringo me mandó a estudiar a Cambridge School y simultáneamente, por un mes o dos, lavé platos. Después fui bartender en Beverly Hills. No era un trabajo que me gustara, pero me daba dinero porque era un bar a donde llegaban artistas. Yo les servía guaro de más y ellos me daban buenas propinas. Con eso me pagaba la escuela. Después, me fui a trabajar a un banco, durante años. Quería estar poco tiempo en Estados Unidos, y estuve ocho años, los suficientes para aprender lo que me dio la gana y jubilarme allá del Seguro Social”.
Si bien estudió diseño de modas, no quería fabricar “adornos para viejas”, dice. “De eso hay en los almacenes; hice ropa de teatro. Por cierto, tengo la colección más grande de libros sobre la historia de los trajes, pero no se los voy a dejar a la Escuela de Teatro ni al Ministerio para que se la huevee; tampoco a la universidad; si quieren, que los compren”.

Retornó a Guatemala en 1971 y pasó a formar parte del grupo Diez. Luego estuvo en Teatro Centro, y posteriormente hizo obras en forma independiente. Su etapa de gloria actoral trascendió durante las décadas 1970, 1980 y 1990. Dan cuenta de ello sus actuaciones en Anillos para una dama, Entre mujeres, El final perfecto, La audiencia de los confines, Corona de amor y muerte, Héroes ausentes, Antígona o el pasado, La ronda, La jaula de las locas, Orinoco, Golfos de cinco estrellas y Las orgías sagradas de Maximón, por citar solo algunas. Además de su memorable participación en El candidato de Dios y en Tango, este último, drama del polaco Slawomir Mrozek, dirigido por Ricardo Mendizábal y que trajo de México para el grupo Diez. “Cuando me invitaron a que interpretara al personaje Edek, quise negarme, porque no habla; solo dice ‘sí’, ‘no’, ‘claro’… Pero después descubrí que es un gran personaje; es el pueblo”.

En México conoció a Alejandro Jodorowski —“un tipo que solo él habla, pero dice cosas tan interesantes que es mejor que solo él hable”—. Como consecuencia, trajo El Juego que todos jugamos. Otra de las grandes obras montadas en este país.
Son 55 años de experiencia teatral. Su más reciente gran trabajo como actor lo hizo en El Cuarto de Verónica, en el 2009, con María Teresa Martínez.

Xavier Pacheco ha dado batalla como maestro y como huésped del Teatro Nacional —donde es una especie de espina en el zapato—. Su franqueza le ha valido el encono ministerial y la ojeriza de la élite  burocrática encarnada en artistas y administradores prácticamente cegados ante la luz de un poder transitorio.
Pero el actor resurgirá, así lo promete, pues prepara un montaje sin precedentes que hará, asegura, “con grandes actrices y actores que no tengan nada que perder y que no tengan ya puestas sus esperanzas económicas en el teatro. Será algo muy bien hecho, pero, por ahora, ni siquiera diré el nombre de la obra”.

Salgo de su casa en la zona 5, con olor a Pasita, pensando en cómo pudo ser tan mala gente Grajeda Mena al meterle aquel pijazo, y en público, pero, claro, así era antes. Así se formó, a golpes de teatro y aplausos, el viejo terrible del teatro guatemalteco.






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Xavier Pacheco Berges (Flores, Petén, Guatemala, 19 de mayo de 1941).
Actor y director de teatro
Diseñador de vestuario, escenógrafo y maquillador
Profesor de la Escuela Nacional de Arte Dramático y de la Escuela Superior de Arte
En 1983 viajó con Teatro Centro para representar a Guatemala en el Festival Cervantino, en México, con la obra Edipo Rey.
Con esta obra ganó tres premios opus del patronato de Bellas Artes de Guatemala: como actor, creador de vestuario y diseño de maquillaje.
En 1990 viajó con la obra La Profecía, dirigida por Jean-Yves Peñafiel, para representar a Guatemala en el Festival de Cádiz y luego, en gira por varias ciudades de Francia.
En 1994 viajó a Argentina con el dramaturgo Hugo Carrillo, para asistirlo en la dirección de Las orgías sagradas de Maximón.
En 1996 viajó a Portugal con el ballet folclórico del Inguat, a la feria mundial de Lisboa.
Ha recibido varios homenajes, entre estos, en el 2003, el Consejo Cultural de la Municipalidad de Guatemala lo galardonó por su trayectoria.

lunes, 26 de julio de 2010

Mercedes Arce, La Antidiva


A sus 25 años de actuación, interpreta un monólogo de su autoría (2009).


Por Juan Carlos Lemus

Dicen que hijo de tigre nace con rayas. También, que un hijo de mastodontes famosos tiene que luchar, en algún momento de su vida, por vencer el estigma de que sus padres son célebres, porque ingratamente, y por ejemplo, es presentado como “el hijo de” y no como la luz propia que es. Ambas cosas son ciertas. En el primero de los casos, el de la herencia felina, puede que algo del talento heredado venga entre las venas, y otra buena dosis se adquiera con el tiempo entre el hábitat de los mastodontes, que viven rodeados de música, obras de arte, discusiones políticas, libros, botellas, bohemia, desvelos, teatro, amigos artistas, gatos, ceniceros y un largo etcétera.

Podemos, así, imaginar a la que hace 39 años era la pequeña María Mercedes Arce, hija de dos brutales chapines: él, una de las más fuertes columnas del teatro guatemalteco, Manuel José Arce (1935-1985). Poeta, ensayista y dramaturgo, columnista de prensa que a principios de la década de 1980 debió salir al exilio y murió en París. Además, descendiente del primer presidente de las Provincias Unidas de Centroamérica, también llamado Manuel José Arce.
La madre de María Mercedes Arce es la primera actriz María Mercedes Arrivillaga, la Mona (1947), una mujer que trascendió en su paso por el teatro; su estilo marca una época, y su valor como actriz rebasa lo mejor de Centroamérica.


Semblanza

De manera que María Mercedes Arce (1970) —quien nos interesa— debió de mamar teatro, beber letras y gatear entre platos mordiendo trozos de arte. El menú digerido fue caro, como caro su esfuerzo por aprender a cocinar para sí misma y coger su propio camino. Y supo hacerlo. Su estilo está completamente alejado de su bloque familiar. Tiene un vigor de autosuficiencia pocas veces apreciado en actrices solitarias. No obstante sus buenas relaciones parentales y amistosas, Mercedes Arce es una actriz sin grupo, pero que todos los buenos grupos, los profesionales, merecerían mantener, por así decirlo, en stock.

El efecto de sus orígenes actuó favorablemente en ella. No es una diva, es la exacta imagen de la antidiva, es la antiheroína, la dama valiente en un mundo artístico, muchas veces, condicionado por favores tras bambalinas.

Modesta pero nerviosa; ágil, pasmosa; experimentada y a veces ingenua, soberbia pero humilde, rebelde ama de casa; todas sus oscilaciones desembocan en una Mercedes que sabe por dónde va, cueste lo que cueste, le pese a quien le pese. Ella es un recipiente que tiene dentro un gato tierno y un tsunami, cualquiera escoge la parte que prefiera. Es de esas personas que han de observar con suspicacia y desprecio las verdades absolutas, los referéndum finales, las firmas concluyentes, lo que se da por acabado, pues su personalidad es más bien la de quien querrá comerse el mundo hasta que muera, a los 90 años (así creo que sucederá), y con los ojos bien abiertos.
Protegida por sí misma, poco a poco, hace 25 años, cogió sus cosas y se lanzó emocionalmente al mundo de afuera, a ese muchas veces hostil e incivilizado mundo de las tablas donde algunas equivocan el teatro con alfombra roja; otras, en paño de lágrimas, en empleos provisionales, en desfile de modas y de belleza.


Aplomo

Ahora, la antidiva celebra sus 25 años de actuación, en solitario, con el monólogo Fantasías animadas de ayer y hoy (Cualquier semejanza con la realidad es calor de vieja), escrito por ella misma, como si le dijera al mundo: “Esta soy, esto sé hacer, este es mi cuerpo que será entregado por ustedes y por todos los hombres para el perdón de mis insolencias teatrales”. Y es que su monólogo no es muy católico, todo lo contrario.

La escenografía es un bodegón armado para sugerir arrumacos y seducción, pero controlado por el gusto por lo antiguo: una cama, un teléfono y un tocador. Los almohadones sugieren cierta sexualidad en ejercicio que, al final de cuentas, es un lecho solitario y anegado de resentimientos.
Su personaje es una estudiante de leyes a media carrera, que trabaja en un bufete donde es explotada por un nefando abogado, como hay muchos. Es una mujer que a sus 40se siente vieja y acabada, que decide darse una nueva oportunidad con un cincuentón.

En este monólogo, muestra a una actriz versátil que tiene que pasar de niña a vieja, de hombre encinta (sí, un panzón embarazado) a mujer borracha, de víbora femenina a dulce cuarentona de talante putesco. Su actuación evidencia una ruptura entre la Mercedes Arce actuando siempre a la par de alguien, o haciendo pequeño cine con su Sweet Dalila, hacia la que necesitó separarse para hundirse en sus propios mundos y exponer sus caros talentos.
Esta obra suya es un desafío a ciertos estamentos convencionales: no complace a las feministas ni a las machistas, no encaja con la comedia de mujeres picantes en busca de un varón, como tampoco en la denuncia de las maldades masculinas. La obra, el texto y la interpretación son divertidos; en Mercedes se aprecian saltos seguros, madurez y aplomo de actriz cuando conduce a su personaje por espacios tristes y alegres.

Lejos habrán quedado las intentonas de actriz de 14 años que se estrenó, el 1 de junio de 1984, por invitación —casi imposición, cuenta ella— del célebre Hugo Carrillo, cuando actuó en La noche de la iguana, de Tennessee Williams.
Si desde joven rompió lazos emocionales umbilicales de los mastodontes, ahora, a sus 25 años de actuación, se pone a prueba, se enfrenta sola al público, al desgaste económico nacional, a la carencia de suficientes escenarios artísticos, a la exhibición de sus propias o impropias emociones; se enfrenta, incluso, a un futuro de 50 años más de actuación.
Larga vida a la antidiva.









La actriz

María Mercedes Arce (Guatemala, 1970)
Actuó por primera vez, dirigida por Hugo Carrillo, en La noche de la iguana, de Tennessee Williams, el 1 de junio de 1984.
Ha participado en más de 30 obras de teatro, 15 cortometrajes, radio y televisión.
Es la protagonista central del video cómic Sweet Dalila.
Con motivo de sus 25 años de actuación, este año escribió e interpretó en Trovajazz su monólogo Fantasías animadas de ayer y hoy (Cualquier semejanza con la realidad es calor de vieja).

jueves, 8 de julio de 2010

Bodas de plata sobre las tablas


Antonio Valenzuela, un actor que ha sabido viajar sobre la cresta de la ola.




POR JUAN CARLOS LEMUS


Lo que la vida nos depara lo enseña, algunas veces, a través de duras lecciones. Así le sucedió a Antonio Valenzuela, quien para llegar a ser el gran actor que hoy es se topó con dos situaciones que habrían hecho declinar a cualquiera. Pero él no era ese cualquiera, sino una persona destinada a dejarlo todo sobre las tablas.

La primera lección le llegó cuando tenía 14 años de edad. Era excesivamente tímido y, por lo mismo, detestaba el teatro, pero necesitaba ubicarse socialmente para vivir de algo, y mejor si era algo que le gustara. En esas circunstancias se inscribió en el Conservatorio Nacional de Música, pero para su mala fortuna uno de los cursos era de actuación. Con sus compañeros montaron una pequeña obra española, y a él le tocó un papel del cual solo se memorizó, por rebeldía, uno de los dos actos. Cuando la presentaron en público —para el examen final—, actuó muy bien la parte aprendida, pero enmudeció en el siguiente parlamento, tanto que su maestra, Aracely Palarea de Luna, suspendió la función y corrió el telón. Sus compañeros le cortaron el habla. Aquella experiencia podría resultar hoy sencillamente anecdótica, pero para él, en su momento, fue un hecho que le provocó hondo temor y angustia. Recordemos —aunque sea por un segundo— que a nuestros 14 años ciertos problemas son más graves de lo que nos parecen cuando somos adultos. Aquel día, recuerda Antonio, ahora con 51, esperaba un grave regaño de su maestra; sin embargo, ella le dijo: “Si usted se dedicara a las artes escénicas, llegaría a ser un gran actor”. Habría preferido un castigo, porque, ya lo anticipamos, despreciaba el teatro.

Con el tiempo, abandonó el Conservatorio, debido a que tenía problemas económicos. Tuvieron que pasar 12 años hasta que se inscribió en la Universidad Popular, en 1985. No fue fácil, “tuvo que ser obra de Nuestro Señor —dice— o de alguna una fuerza oculta, porque cuando sentí ya estaba subiendo las gradas de la UP y me inscribí”. Tenía 26 años, había terminado la secundaria y trabajaba en una joyería.

Un día del primer año de estudios, un maestro le dio algo parecido a un mazazo Zen cuando lo detuvo en un corredor para decirle: “Yo le aconsejo que abandone el teatro. No creo que esto sea para usted. Mejor, dedíquese a sembrar papas”. Lo más duro fue que aquellas palabras no procedían de un maestro cualquiera, sino de alguien a quien él respetaba —justo es decir, a quien varias generaciones para entonces ya admiraban—, era el maestro Rubén Morales Monroy.

Con el ego lastimado, la timidez en ebullición y la pobreza oprimiéndole la juventud, Valenzuela recuerda que se sintió humillado y entró en depresión, pero reconoció que era el estudiante de quien menos podía esperarse que saliera un buen actor. En las clases no evidenciaba gusto por lo que hacía y no se ofrecía nunca cuando el maestro Morales Monroy les decía: “Quiero que alguien pase al escenario, quiero oír su voz”. Todos pasaban, solo Valenzuela se quedaba sentado, literalmente aplastado en su pupitre, presa de su timidez. Pensó seriamente en retirarse, porque aquel golpe resonó en su cabeza durante varios días: “Dedíquese a sembrar papas”.

Tenía dos caminos, renunciar o rascar su alma para saber si allí encontraba algún talento. Él quería hacer teatro, así que no quiso dedicarse a sembrar papas, pero tampoco demostrarle nada a Morales Monroy. Todo lo haría por sí mismo. En teoría, el maestro le hizo un favor, pero no tenía por qué agradarlo, sino demostrarse qué tan importante era para él actuar. Decidió quedarse, y su segundo año fue grandioso. Manejó su miedo escénico, poco a poco mejoró; además, tuvo muy buenos maestros, entre quienes recuerda a Míldred Chávez y Abigaíl Ramírez. Fue un proceso de varios años que continuó aún después de graduado de la academia. Solo quienes aman lo que hacen pueden comprender a cabalidad estas palabras de Valenzuela, cuando dice: “Me enamoré del teatro”. Ya sea practicando una cirugía o sembrando papas, quien ama lo que hace sabe muy bien a qué se refiere. Este 2010 celebra sus 25 años de ser actor. No habrá homenajes ni funciones conmemorativas, pues “resulta caro”, justifica. Una de las preguntas más ingratas que se le puede hacer a una persona con esa trayectoria es la que le hice, a quemarropa: “¿Cómo resume, en pocas palabras, 25 años de actuación?” La respuesta fue inmediata: “Mi vida entera”.

Quienes hemos visto actuar a Valenzuela, en roles trágicos o cómicos, sabemos de qué habla. Es un actor innato, de impresionante dicción y que sabe hacer reír tanto como proyectar el dolor de su personaje. Si bien eso es algo que deberían lograr todos los actores que se precien de serlo, en él se añade un factor muy importante, y es que transpira gozo, suda la función, echa el alma por la boca, con alegría; es poseedor de algo invisible que hace contacto con el espectador. Va más allá de la técnica. Su metro sesenta advierte que jamás actuará como Calígula o como Edipo Rey. No es un actor de grandes alardes, con laurel en la frente, que camina como diciendo “cuidado, aquí va una vaca sagrada”, sino ese imprescindible destinado a brillar como el mayordomo en la obra, o como Papá Gepetto, El pequeño Tom, un pordiosero, un granjero, Esopo, o el conde de París, papeles que ha interpretado con la dirección de personalidades como Abigaíl Ramírez, Jorge Hernández Vielman o Ana María Bravo. Muchos lo recordarán por su excelente interpretación del Santo Hermano Pedro en una producción para la televisión, dirigida por Ana María Bravo, y que fue exitosa en el 2004.

Actores como Valenzuela, que viven del teatro, tienen que actuar en comedias aun cuando quisieran fajarse en las tragedias. Mas no reniega de sus roles; al contrario, cada función es una grandiosa oportunidad para saborear el teatro. “Ese sabor es algo que raya en lo divino, semejante a la necesidad de respirar. Tengo familiares que me dicen: ¿Cómo es posible que vayás a tantos ensayos, todo el día, venís tarde, dormís pocas horas y, al final, no ganás un centavo? ¿Qué es eso? ¿Es locura? Yo sé que no es locura, es sencillamente vivir sintiendo el sabor del teatro. Me ha tocado, como a muchos otros, ensayar por meses y, al final, actuar ante solo dos o tres personas. Ya me tocó hacerlo frente a una sola, no importa, el actor tiene que hacer su trabajo perfecto para una persona o para el teatro lleno”. Pero también ha interpretado ante un auditorio a rebalsar —en El Himno Nacional de Guatemala, en 1997—.

Este año, cuando celebra sus 25 años, recuerda que tiene casi todo ese tiempo de no tomar vacaciones, pues el maestro Morales Monroy acostumbró a toda una generación a nunca descansar, ni en Semana Santa, Navidades o Año Nuevo, “no importa, no puedo darme el lujo de parar. Si Dios me permite, siempre lo celebraré en mi rutina de actuación, como hasta ahora”, dice este actor que ha sabido manejarse sobre la cresta de una extraña ola de éxitos y de frustraciones, una ola que lleva 25 años elevándose sobre la arena, a veces vacía, a veces llena, siempre gratificante.







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viernes, 25 de junio de 2010

El inventor del Cervecípedo/ Efraín Recinos


Retrato de Efraín Recinos, diseñador del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias ubicado en la ciudad de Guatemala, cuya sala mayor lleva hoy su nombre.

POR JUAN CARLOS LEMUS

El extremo opuesto de Efraín Recinos es Don Quijote de la Mancha. Recinos es más bien analítico; un hombre práctico que no da paso en falso ni tiene sueños especulativos. Es de esas personas para quienes los molinos de viento son molinos de viento cuyos ejes giratorios fueron creados para una función específica. Si algo de eso falla, viene la descomposición. Esto es, la muerte para los humanos o lo inservible de las máquinas.Para él, hablar de Dios es dar un vistazo por el sistema solar, por la vía láctea, es tomar conciencia de esa pequeñez llamada Tierra y de los millones de galaxias del universo. En ese sentido, cita la ecuación de los siete términos, a los dioses hindúes, cristianos y mahometanos; se mantiene a respetuosa distancia de todas las religiones y no conserva una para sí mismo.

Aunque a ratos lo parezca, Efraín Recinos no es tímido ni introvertido, es ingeniero. Recordemos que esta clase de persona se hunde hacia su interior donde almacena los pensamientos bien clasificados, en cajitas numeradas.
Si tiene sueños, en todo caso, los convierte en objetos plásticos. Aparte de sus murales, pinturas y esculturas, dibujó una serie de inventos como el Cervecípedo. Útil éste para cuando un caballero y una dama beben cerveza. Sentados en un retrete cada cual, mesa de por medio, lo usan para evitar la incomodidad de levantarse con frecuencia al sanitario. Y cuanto expulsan corre por un filtro que, reciclado, baja convertido en nueva y refrescante cerveza. Tiene diseñados muchos otros inventos, como el Estornudomóvil (útil para emplear la energía automotriz del estornudo), el Telele-vicio (para los adictos a la televisión) y el Desahogapatas (para gente furiosa que necesita golpear objetos, pero a la vez recibe cariño de unas manos mecánicas). Sus inventos los veremos en una película que prepara, se titula Los visitantes. Para empezar, bien lo sabe, cuando los extranjeros vienen al país no se quedan ni un minuto en la ciudad. Se los llevan de paseo a Tikal, Antigua o Atitlán. La razón es que muchos opinan, injustamente, que la ciudad es una “porquería”.

Recinos quiere mostrar al mundo que los guatemaltecos somos grandes inventores. Los visitantes vendrán volando desde el Volcán de Pacaya. Son 11 huéspedes distinguidos, entre ellos, la Monalisa y su novio Leonardo da Vinci, Ludwig Mies van der Rohe, Cervantes, Marilyn Monroe, Le Corbusier, Clara Schumann y Luis XIV. Viajarán en un “ranchoide” para que puedan admirar los edificios de nuestra capital, que, por cierto, no tendrán columnas del orden dórico, toscano, jónico ni corintio, sino del orden que él inventó: Musloideo, Senoideo y Nalgoideo .
Visto así, superficialmente parecería que Recinos es un artista interesado únicamente en la cerveza, en los inventos locos, en las columnas de muslos y senos; pero nada sería más impreciso, el maestro es el ilustre creador de grandes obras arquitectónicas y muralísticas, de las más serias y hermosas que haya creado artista alguno en toda Latinoamérica. Y sus inventos no son asunto zafio, sino todo un sello en la plástica centroamericana. Recinos no es, tampoco, un autista de las ciencias por el hecho de ser ingeniero, es más bien un socialista de las artes plásticas: todos caben dentro, prostitutas y presidentes, señoras y monigotes, gordos y flacos. Lúdico, calculador, analítico, está lleno de tanta imaginación como de ejecución. Su leitmotiv (su famosa “Guatemalita”) ha quedado marcado en murales, esculturas y teatros.

Celebramos que le hayan dado su nombre a la sala grande del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, pero, antes de proseguir, trasladémonos a la noche del 16 de junio de 1978, cuando fue inaugurado:

Habían corrido ya siete años desde que tomó el proyecto de diseñar aquel complejo cultural. Recinos recibe una invitación para asistir al acto de inauguración. Ni siquiera es un palco de honor, como habría de suponerse por ser el diseñador, sino una entrada para ocupar uno de los más alejados palcos de la sala que hoy, 30 años después, lleva su nombre. Esa noche llega con Lorenita, su hija que entonces tiene siete años y va vestida muy elegantemente. Cuando encuentra el lugar que le corresponde, resulta que ya está ocupado por varios cadetes. Busca cualquier otro espacio y encuentra una butaca, sienta a su hija y él se acomoda en el suelo, donde permanece durante toda la inauguración. Sin duda, hoy su ego es a prueba de suelos y de cadetes. Encima de eso, al salir, aquella noche, ve que su viejo y destartalado Volkswagen está rodeado por judiciales: la paranoia de entonces los hizo creer que podría tratarse de un coche bomba en protesta por la inauguración. Así de viejo era su carro, el mismo que ahora será convertido en una escultura para Hotel Museo Casa Santo Domingo.

Los méritos alcanzados por Recinos le permitirían coderarse con la gente más burguesa y pálida del país. Mas no se enreda con una sociedad refinada que lo aceptaría con beneplácito como si fuera un aristócrata. Su creatividad da para colarse por puertas opulentas, pero ese mismo Recinos, que ha caminado por más de 70 años por las plazas y mercados, sigue siendo un verdadero caballero urbano que transita por la Sexta Avenida y en algún tiempo por lugares como La Posada del Quijote, la Posada del Toboso, acaso La Locha y el Portalito, además de La Mezquita y el comedor de doña Toyita en el puesto 23 del Mercado Central. Cuando oficialmente le hicieron saber que la sala grande del teatro llevaría su nombre, ante más de 2 mil personas, recordó y agradeció a los herreros, armadores, carpinteros, albañiles, jardineros, topógrafos y peones, a todos aquellos que lo construyeron. ¿Muestra de humildad? No, definitivamente, justicia vital. Además entre los obreros ha encontrado a muchos sus mejores amigos.

Muchas veces sus ideas no fueron aceptadas inmediatamente, como aquella que surgió una noche cuando reposaba en un bar alemán, miraba al techo, —no porque estuviera ebrio... “Era porque estaba pensativo”— y vio unas pequeñas lámparas en forma de hexágonos. Pensó: “Si junto mil de esas lamparitas, formo una cascada”. Tal fue el origen de la lámpara que hoy luce el interior del Teatro Nacional, que costó apenas US$600 mil contra US$4 millones que cobraban por hacer una de almendros en Austria.
Efraín Recinos es, a sus 79 años de edad, probablemente, la persona que más ha escuchado Radio Faro Cultural desde que fue inaugurada, pues su oficina ocupa el mismo edifico. Hoy que recibe su nombre el teatro más grande del país, no tiene en mente otra cosa sino seguir con su película y terminar de ordenar lo que será su próxima exposición: 36 proyectos no realizados.
En cuanto a los honores y reconocimientos, a Recinos quizá le sucede lo que al sueño, tal como lo describe el poeta Ben al-Hamara: “Cuando el pájaro del sueño pensó en hacer su nido en mi pupila, vio las pestañas y le aterró la red”.


Reseña histórica

Miguel Ydígoras Fuentes gobernó Guatemala de 1958 a 1963. El arquitecto Marco Vinicio Asturias inició el proyecto de construir un centro cultural, con los también arquitectos Miguel Ydígoras Laparra y Juan José Tres.
A petición de Asturias, Recinos diseñó el teatro al aire libre. En 1963, cuando le dieron golpe de Estado a Ydígoras, la construcción fue suspendida. Asturias murió. Pasaron seis años en los que no se hizo nada, el terreno tenía un enorme agujero, hasta que el ingeniero Mario Solís Oliva le pidió a Recinos que hiciera un proyecto con los cimientos que ya estaban, con un diseño a la mitad del tamaño que tenía y que cupiera la misma cantidad de público. Casi esclavizado por esos requerimientos, le dieron dos semanas para presentar un proyecto.
Fue así como Recinos eliminó ventanales del primer diseño, le dio una inclinación piramidal, buscó una arquitectura original, muy guatemalteca. Agregó palcos laterales. Por entonces, Mies van der Rohe y Le Corbusier habían sentado las bases que eliminaban los palcos laterales en los teatros, pues creían que eran anticuados y sólo servían de distractores para el público. Efraín Recinos, dijo, en Guatemala: “Babosadas, los palcos laterales son necesarios. Además sirven para seis reflejos de sonidos y eso no lo saben los arquitectos racionalistas”.
El complejo fue adaptado al ámbito de nubes, volcanes y paisaje en el cual se encuentra, sus formas interiores y exteriores son inéditas en la arquitectura, pero además de todo ello, puede ser utilizado por la parte de afuera, en sus costados y en sus partes altas, como un paseo. Dice Recinos: “Es un homenaje a las pirámides mayas, pero también es un lugar para el romance”.


A Lux lo que es de Lux

Los gobiernos no le dieron mantenimiento durante 20 años al Centro Cultural, ni siquiera a las plantas de emergencia, a las subestaciones eléctricas ni al aire acondicionado que sirve para la acústica. “Hasta que una dama, —dice Recinos— Otilia Lux de Cotí, entonces ministra de Cultura, me puso atención y ordenó el mantenimiento; fue gracias a ella. Cualquier edificio se viene abajo si no se le da servicio y atención, hasta la casita del perro”.


Particularidades

El complejo cultural fue construido entre 1962 y 1978.
La sala grande, entre 1971 hasta su inauguración el 16 de junio de 1978.
Capacidad: Sala Efraín Recinos, 2,085 personas; teatro de cámara Hugo Carrillo, 325 personas; teatro al aire libre, de 1,500 a 2,000 personas.
El Centro Cultural Miguel Ángel Asturias fue construido sin el uso de una sola grúa.
Para colocar las estructuras en la parte alta, más de 40 hombres las levantaron con lazos, en algunos casos 25 metros arriba, donde esperaban tres herreros con su maquinaria para soldar.
Trabajaron en la construcción de 300 a 400 albañiles.
Se hicieron unos dos mil planos, entre plantas, cortes y detalles, dibujados por 26 hombres y dos mujeres.
México regaló los mosaicos exteriores.
Tuvo un costo total de US$13 millones. Por el mismo tiempo fueron inaugurados el Metropolitan Opera House, que tuvo un costo de US$35 millones; la Ópera de Sidney, US$100 millones, y el Duncan Center, US$200 millones.
Todos los días, al caer la tarde, Efraín Recinos sube y baja 178 de las 220 gradas que tiene el Centro Cultural.