miércoles, 27 de julio de 2011

Más allá del baile, más allá de la estética del movimiento está Devaux






“Bailar es como pasar a otra dimensión”: Anoushka Devaux, primera bailarina del Ballet Nacional de Guatemala.
(Fotos*)


Por Juan Carlos Lemus

Theodor W. Adorno se revolcará entre su tumba —como buen marxista y crítico de la hegemonía cultural—, al descubrir que es descaradamente citado para crear el perfil de una bailarina guatemalteca. Pero habrá que consolarlo, en primer lugar, haciéndole saber que se le cita ante una de las más importantes de Centroamérica. Por lo tanto, apoyaremos nuestros pies sobre sus teóricos hombros para dar el salto, y presentar un recorrido por ese fenómeno del ballet que tiene por nombre Anoushka Devaux.En su teoría estética, el citado finado escribió: “Tanto menos se goza de las obras de arte cuanto más se entiende de ellas”.

El ballet es un género artístico que, sugerimos, no debería ser tomado por el mango, como una sartén, para ser utilizado en la alta cocina; esto es, no es utilitario ni debería ser comprendido en el sentido estricto del razonamiento, menos todavía, destinado a la gorda contemplación de un público elitista. No es algo que haya que entender, sino sentir.

Si bien es el arte digno de un espectador con cierto intelecto —y a veces con cierta pedantería—, lo cierto es que el ballet requiere de una formación casi gimnástica; de un vigor y empeño en el desarrollo de la técnica y de una precisión pulquérrima. Una obra literaria, por ejemplo, puede contener una contradicción, como es el caso de ciertas obras de Víctor Hugo o las teorías del mismo Adorno, pero ambas son motivo de indagación hacia mayores profundidades; o un pintor puede muy bien tachar con óleo sus errores y experimentar nuevas rutas antes de colgar sus cuadros en una galería, pero una bailarina no puede darse el lujo de quebrarse un tobillo en escena ni titubear en puntas o vueltas.

Mas la técnica es un poco como el buen manejo de un país, digamos, pues el buen gobierno (del cuerpo) hace que todas las fuerzas estén perfectamente administradas. Pero hay algo que no requiere estudio; es algo tan importante como la técnica y es la pasión de la bailarina ante la hoja en blanco.

Cuando Anoushka Devaux baila, deja de ser Anoushka Devaux y es tan solo un ser humano liberado del mundo. Ya sin nombre, sin el compromiso de hacer un buen rol, ante más de mil personas en el Teatro Nacional, en El lago de los cisnes, en La fille mal Gardée o en Carmen, según le toque, es sencillamente como una hoja de árbol que se desprende, cae al pasto y se deja llevar, de nuevo, arrastrada por el viento.
Fácil es decirlo, y fácil es retoricar describiendo sus desplazamientos, giros, balances y cabriolas; pero mejor aún es descubrir en ella un nivel de ejecución que rebasa la capacidad técnica. Anoushka Devaux ha dado un paso adentro, acaso el más crítico y el más caro de todos: el de internarse dentro de sí misma sin abandonar sus obligaciones actanciales y de equipo; en ese paso se funde con lo que unos llaman el espíritu; otros, Infernum; o eso que Platón llamaba esencia en tanto que Aristóteles sustancia. Más bien, diría que es su propia desaparición; la disipación momentánea de su ego. El salto al vacío, paradójicamente, es lo que la llena y provoca gusto de observarla en escena.


De genes añejos

Hace apenas unos años hubo un tiempo en el que, por muy buena que fuera la convocatoria para asistir al ballet, el teatro quedaba la mitad vacío. Pero en los últimos tiempos se llena bastante. Y es que tenemos buen ballet, con excelentes bailarinas, directores y directoras. Afuera, en la taquilla, se hacen largas filas, y adentro, las bailarinas calientan antes de que se corra el telón.
Anoushka Devaux, como todo el mundo, siente nervios. La traicionan un poco, apenas unos cinco o diez minutos antes de la función, debido a que siempre es una carga salir ante una multitud. Mas los nervios para ella son buenos aliados. Nos contaba, hace poco, que cuando no siente nerviosismo, algo sale mal. Y viceversa.

Mas con nervios o no, cuando pone el primer pie adentro del escenario, no habrá para ella ni el más mínimo instante de intranquilidad. Tanto se sumerge que ya no existe público, ni directora ni familia ni amigos ni nadie. Tampoco existe Anoushka, sino el ser que habita dentro de ella.
Es ese abandono, precisamente, ese hundirse dentro de la naturaleza interna, lo único que hace que cualquier artista dé a luz la magia, así emane de un concierto de Mike Jagger, de la Orquesta Filarmónica de Berlín o del baile de la Desdémona de Otelo.
Cuando el artista no persigue los aplausos —ni teme a los tomatazos— es cuando abre comunión con el arte. Y eso es lo que destella Devaux.

Esta bailarina forma parte de una cadena de genes añejos. Sus orígenes se remontan al siglo XIX, cuando sus bisabuelos belgas se conocieron y posteriormente procrearon, a principios del siglo XX, a su abuela paterna, Marcelle Bonge, quien décadas después (1948), junto con su marido, Jean Gabriel Devaux, fundaron el Ballet Nacional de Guatemala. Estos extranjeros vinieron al país tratando de alejarse lo más posible de la Segunda Guerra Mundial.
Fue con Madame, como la llamaban sus alumnas a Marcelle Bonge de Devaux, con quien esta primera bailarina aprendió sus primeros pasos de ballet. Aclaremos, a propósito, que a ella le incomoda el término primera bailarina porque “no hay segundas ni terceras, todas somos bailarinas”. Es una mujer modesta, evidentemente, y es el tipo de persona que cuando salga publicado este perfil suyo preferirá no salir de casa, o pasar inadvertida ante quienes la reconozcan.

La falsa modestia y la timidez astutamente fabricada se reconocen como el agua turbia y el agua clara, y lo suyo es auténtico. De hecho, aseguro que es el extremo opuesto de una prima dona. Es una primera bailarina que estudia Antropología en la universidad estatal; una señora que lleva a sus dos hijos al colegio; una mujer que piensa que sería feliz, además, yendo al hospital Roosevelt, a cancerología, quizá, a leer cuentos a los niños o a servirles comida. Y lo dice en serio.
De niña, su abuela la ayudó, pero siguió a eso la enseñanza de sus padres, los destacados bailarines Brenda Arévalo y Richard Devaux. De hecho, fue con su madre con quien aprendió, en una tarde inesperada, a trabajar las técnicas de la locura (gestos y movimientos).
Habría que sumar sus estudios de Pedagogía en Danza, en el Theater School, de Holanda. Y sin que se le pregunte a Anoushka sobre las muchas personas que han incidido en su crecimiento artístico, menciona una lista que habría que llevar a un recuadro para que el lector no se desespere. Reconoce que lo aprendido es gracias a sus maestros, y entre otros menciona a Antonio Luissi, Eddy Vielman, Manuel Ocampo, Antonio Crespo, Roberto Castañeda, Christa Mertins, Reyna Sylva, Sonia Juárez, Micaela Taslanau… Además de la ciega confianza que tiene en su Partner de baile, Benjamín Hernández.

Quizás, bailar tiene algo de transmutación, o, para decirlo en palabras de Anoushka, “es como pasar a otra dimensión; el escenario es como una esfera”.
El ballet es una pasión muy delicada que le dejó un golpe en el tendón de Aquiles; nada grave, pero la tuvo fuera de escena dos meses, en el 2006. Esas bailarinas que vemos, etéreas, tienen el cuerpo y el alma vigorosos.

Cerraré con estas palabras de Anoushka: “Solo soy bailarina mientras bailo, no durante el resto del día. Además, sé que el ballet tiene sus grandes limitaciones, por ejemplo, es clásico y sigue siendo para cierta élite”.
De manera que Theodor Adorno puede seguir muerto tranquilamente; no es esta una diva con cuello de cisne y oro en el pico.




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(*Fotografías de Carlos Arriola, cortesía de A. Devaux)

lunes, 11 de julio de 2011

La izquierda digna


Asomo a la vida de Alfonso Bauer Paiz, un revolucionario y un ciudadano optimista.

Por Juan Carlos Lemus


Cuenta una antigua leyenda hindú que un hombre sabio, el más anciano y respetado del pueblo, a pesar de que le costaba mucho trabajo caminar, debido a su avanzada edad, solía cortar él mismo su propia leña, hacer su fuego y cocinar sus alimentos, todos los días.
Un día el emperador iba de paseo, y al verlo a la orilla del camino, doblado por el peso de la leña, le preguntó que por qué no tenía un sirviente. Siendo tan respetado en el pueblo, le dijo, cualquiera lo ayudaría.
El anciano, entonces, botando al suelo su carga, le contestó: “Venerable señor, esta leña pesaría lo mismo para ti que para cualquiera del pueblo. ¿Quieres ayudarme lo que queda del verano?”
El emperador, mirando a su alrededor, más perturbado por el contenido de aquellas palabras que por la irreverencia recibida —la cual bien podría costarle la cabeza al viejo—, con disimulo espoleó su caballo y siguió su camino.
El anciano, levantando su carga y poniéndosela de nuevo sobre los hombros, se marchó, lamentando haber perdido otro valioso minuto de su vida. Aquel verano, por cierto, había tenido que repetir ya muchas veces las mismas palabras a otros que, conmovidos, se detenían a hacerle la misma pregunta.

“No te conmuevas si no eres capaz de actuar”, pareciera decirnos esta historia que nos recuerda, en primer lugar, el hecho de que no cualquiera puede cargar dignamente con sus responsabilidades hasta la vejez.
Aquel anciano también nos trae a la memoria a don Alfonso Bauer Paiz —Guatemala, 1918—, un intelectual de la izquierda guatemalteca que cruzó el siglo pasado —y la cuenta prosigue, aunque desde a mediados de abril en la cama de un hospital— manteniendo en hombros sus principios, pese a que con el paso del tiempo toda carga ideológica, al menos en nuestro país, se vuelve más pesada.

El relato, en segundo lugar, nos recuerda que aun siendo el anciano digno de todos los encomios, los miembros de su aldea, incluso aquellos que por su posición social y de poder podrían hacerlo, difícilmente lo acompañarían con igual ritmo hasta el final del verano.
Cuando escribimos “izquierda honesta” podemos preguntarnos: ¿es necesario adjetivar las ideologías? ¿no es un pleonasmo hacerlo? Desgraciadamente, no siempre los principios concuerdan con las personalidades. Y los adjetivos desaparecerán por completo cuando el mundo sea justo. Mientras tanto, en la historia reciente hemos visto a monstruos de la economía mundial, soberanos capitalistas, amanecer convertidos en ladrones; a dinosaurios de la izquierda y de la guerrilla transformarse en deslenguados políticos; a sindicalistas fariseos que, cuales lagartijas, se alimentan a la sombra del poder; hemos visto invasiones terroristas lanzadas en nombre de la paz, crímenes de guerra; a diplomáticos mentirosos y a otros sujetos igualmente repudiables. Tanta es la bazofia, que se nos hace difícil creer que todavía es posible enderezar el rumbo económico y político del mundo, del país o de nuestra aldea. No piensa lo mismo don Alfonso Bauer Paiz, ese hombre de baja estatura, vivaz y optimista que continúa en pleno 2011 trabajando en favor de un mejor país.

Debido a que nació cuando el transporte cotidiano eran las dos piernas o las diligencias tiradas por mulas en las calles empedradas de la Ciudad de Guatemala, tiene tanta energía que la canaliza en sus largas caminatas, la natación o el acompañamiento en las marchas del Día del Trabajo.

Suele vestir de saco, boina y un morral típico cruzado sobre el pecho. Su paso es veloz. Lo vemos cruzar una y otra vez el Parque Centenario o la Plaza de la Constitución. Hace apenas 13 años se casó por tercera vez. Hoy tiene 93.
Cuando vino al mundo, el racismo era tal que los indígenas no podían caminar sobre las aceras; trabajaban gratuitamente para los ricos, eran forzados a laborar en las fincas de café. Los campesinos recibían castigos corporales de sus patronos. Esas y otras barbaries eran solo la punta de un iceberg que observó desde sus primeros años Alfonso Bauer, quien nació bajo el gobierno de Manuel Estrada Cabrera, un dictador que había asumido la Presidencia en 1898 y que construyó —para su ego y el de su señora madre— unos 23 templos a Minerva en todo el país, en los cuales se celebraban, al finalizar cada ciclo escolar, las llamadas Fiestas de Minerva, en honor a la diosa de la Sabiduría, pues el tirano se creía culto.

Bauer Paiz contribuyó a la Revolución de Octubre, cuando fue derrocado Jorge Ubico, quien había seguido tejiendo la telaraña policial que, como práctica, heredó de Estrada Cabrera. Cuando todo fue reemplazado por la primavera democrática de Guatemala, Bauer Paiz fue el diputado más joven de la Revolución. Abogó por el sindicalismo de los años 1950 y 1960 —de nuevo, es menester que hagamos énfasis: un sindicalismo honesto—. Fue ministro de Economía y Trabajo y en ese puesto defendió los intereses de la Nación, succionada por los monopolios de la United Fruit Company y de la International Railways of Central America, ambas beneficiadas con largueza por Estrada Cabrera y por Ubico.

Aquel proceso democrático fue destruido, como sabemos, en 1954, por el Gobierno de Estados Unidos.
Mas no haremos aquí un repaso por las tragedias nacionales ni auscultaremos las mentes subnormales de aquellos y otros gobernantes; solo añadiremos que Alfonso Bauer fue testigo de la seguidilla de golpes dados en un cuadrilátero desigual contra la democracia del país por los gobiernos militares, durante varias décadas, y por los golpes de Estado.

Nieto de un ciudadano alemán, Bauer Paiz no tuvo problemas de discriminación, pero asumió una responsabilidad tan seria y disciplinada que lo llevó a las puertas de la muerte. No ha de ser fácil reponerse a dos exilios, viudez, persecución, otra viudez —en una misma semana de 1993 fallecieron su hija Eleonora y su esposa Teresa—; una hija suya se suicidó cuando tenía 15 años, otra murió de cáncer. Además de varios balazos que lo mandaron al exilio, ha recibido otros tiros no menos graves: la infame traición de sus supuestos amigos.

A este político se le puede describir en una palabra: dignidad. Ha sido insobornable crítico del capitalismo, de la guerrilla y del poder destructivo. Ha cruzado el siglo afanado en la construcción de un país democrático, construyendo un discurso consecuente con su práctica. No le interesaría a él —ni a quien esto escribe— elevar un monumento verbal a sus virtudes, pero es justo describirlas desde este cinturón de un mundo vil y monstruoso, para que se sepa, para que conste al mundo que este ser humano ha servido, ha guiado, ha sufrido por su país; se ha asoleado como coco en puerto, porque ha creído que Guatemala puede ser un modelo de gobierno sin pobreza y democrático. Es una persona que nos ha demostrado que no tiene culto a su personalidad. A diferencia de otros políticos, ya sea de izquierda o de derecha, a diferencia de sindicalistas y de algunos líderes seudo revolucionarios que con los años se cambian de bando o se pudren; en él bien encuentran respuesta las palabras del poeta:

“Hoy necesitamos maestros,
no predicadores melenudos...
Camaradas,
haced un arte que saque del fuego
a la República”

(Vladimir Maiakovski)





(Fotografía: Uli Stelzner y Thomas Walther)







Breve perfil de
Alfonso Bauer Paiz

Nació en la Ciudad de Guatemala, el 29 de abril de 1918.
De 1936 a 1942 estudió Ciencias Jurídicas y Sociales en la Universidad de San Carlos de Guatemala, de donde egresó como abogado y notario.
Fue uno de los destacados intelectuales que contribuyeron a derrocar la dictadura del general Jorge Ubico, en 1944, y que instauraron un periodo democrático a partir de la Revolución de Octubre de ese año.
Fue diputado al Congreso de la República en dos ocasiones; la primera, dentro del periodo revolucionario, en 1946; y la segunda, de 1999 al 2003, por el partido Alianza Nueva Nación.
Entre 1946 y 1948 fue catedrático en la Universidad de San Carlos y fue magistrado coordinador de Trabajo y Previsión Social.
De 1948 a 1951 fue ministro de Economía y Trabajo.
De 1951 a 1953 fue presidente del Banco Nacional Agrario.
En 1954, cuando el gobierno de Estados Unidos destruyó el incipiente periodo democrático de Guatemala, salió al exilio, a México.
En 1971 salió a su segundo exilio, esta vez a Chile y trabajó en el Ministerio de Planificación del gobierno de Salvador Allende.
Vivió en Cuba entre 1974 y 1980, país donde fue director del Departamento Jurídico de la Empresa de Carnes y Grasas. Además, trabajó para el Ministerio de Justicia.
De 1980 a 1988 vivió en Nicaragua, donde fue asesor del ministro de Trabajo del Gobierno Revolucionario Sandinista.
En cuanto a su vida familiar:
Enviudó de sus primeras dos esposas, Yolanda España y Teresa Carrillo.
En 1998 se casó por tercera vez, con Miriam Colón.
Tuvo cuatro hijas: Ilsa, Eleonora, Yolanda y Abigaíl, y un hijo, Carlos Alfonso.
En 1969 se suicidó su hija Yolanda, cuando tenía 15 años.
En los años 1980 fallecieron su hija Ilsa y su primera esposa, Yolanda España.
En 1993 fallecieron, en una semana, en distintas circunstancias, su hija Eleonora y su segunda esposa, Teresa.
Un importante documental sobre su vida, titulado Testamento, fue producido en el 2003 por los alemanes Uli Stelzner y Thomas Walther, material que recibió el premio Manzana de Oro, Mejor Documental Latinoamericano en el Festival Cinemafe, en Nueva York, en el 2005.