lunes, 30 de agosto de 2010

El viejo terrible del teatro guatemalteco / Por los dominios de un irreverente

Xavier Pacheco tiene 55 años de dar batalla como actor, director de teatro y diseñador de vestuario.


Juan Carlos Lemus


No tiene nada que perder, según parece. Hay artistas que cuidan de su prestigio hasta el último día, cuando van con los pies delante hacia la tumba. El dramaturgo checoslovaco Adolf Weiss, por ejemplo, pidió que cuando fuera enterrado se le lustraran los zapatos desde las suelas y que lo perfumaran entero, para que sus deudos lo recordaran impecable.No es el caso del guatemalteco Xavier Pacheco, un actor y director teatral que sepulta con ira, incluso, a los más consagrados valores artísticos del país, desmitifica a vacas sagradas y se come vivas a las más tiernas actrices cuando las dirige en el escenario y “no saben caminar como mujeres”.


Pacheco es el viejo terrible del teatro. Para su desgracia —y esto no lo dice él, sino quien esto escribe—, tanta combatividad reposa sosegada en unas catacumbas sin oxígeno destinadas para vestidores en el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, donde imparte clases a sus estudiantes de teatro que seguramente lo adoran y lo odian. En aquel sitio, donde sobreviven y de donde han querido echarlos (pero no tienen a dónde ir) carcajea y sufre, como cualquiera, mas lo notorio en él es la devoción por enseñar y hacerlo bien.

Le tocó ser un actor de gran carácter en un país donde la comedia de café le gana cada fin de semana el pulso a los dramas sustanciales. El público paga caro la entrada y los güisquis por una obra de cochambre mexicana, pero ni un centavo por Hamlet.

Pacheco es un artista demoledor, cínico, versátil; además, es director, maquillador y diseñador de vestuario y máscaras. Pero enfatiza que él no hace “disfraces para actores”, sino vestuario digno de cada personaje. Lo peor que le ha ido sucediendo al teatro, según él, es que los actores van a las pacas a comprar trapos de cuarta mano.

Como director suele ser exigente, y como actor obedece a sus propios instintos y cánones. Horrible ha de ser para cualquier director dirigir a un viejo zorro como este, que se las sabe todas. Pero, a pesar de todo lo hasta aquí anotado, no deberían los amables lectores imaginar que hablamos de un viejo amargado y violento, que de ahora en adelante debería posar como insoportable. En realidad, Pacheco es una persona de amigos hasta la muerte. Pocos, quizá, pero intensos. Es una especie de dócil y noble vaca sagrada. Si se le azuza, por supuesto, a diferencia de quienes cuidan su puesto y prestigio, él soltará larvas y serpientes. Así lo hizo públicamente hace cinco años, cuando le iba a ser entregada la Medalla Efraín Recinos. Acusó al Ministerio de Cultura de ser un ente inculto e ignorante. Además, le dijo: “Ministerio de mierda". Allí mismo dejó la condecoración y eso le ha valido, como otras veces, marginación y malos modos.

Pero dejemos atrás los líos y en su casa, de la zona 5, constatemos su profundo amor por Pasita, su Yorkshire Terrier de 10 años. Una perra que le quita el aliento. “Es mi esclava y soy su esclavo —dice—; come mejor que yo. Tengo que pagar salón para que la bañen, porque a mí se me esconde. Cuando me enojo con ella, le digo: ‘¡Te voy a sacar a perder a la calle, por perra!’. Y se desaparece. Deja de hablarme, no come, se esconde en lugares de la casa donde jamás la encuentro”.
“Pero, igualmente, maestro —le digo—, Pasita ha de pensar lo mismo de usted, y también querría echarlo a usted a la calle”. Se ríe, y dice: “Claro, ella ha de pensar que yo soy un hijo de perra”.

La infancia de Xavier Pacheco transcurrió en los alrededores del parque Morazán. Nació en el 41, en Flores, Petén, y vino de 2 años a la capital.
Podemos imaginarlo cuando era niño, con sus amigos del barrio corriendo entre senderos de la finca El Zapote, zona 2, a donde iban con una bolsa y tijeras para cortar —y hueviar— verduras, flores y frutas. Regresaban cargados. En aquellos años 1940 “no había tanta violencia, ni maras; jugábamos chamuscas. Era el divertimento; nos íbamos de capiuza al Hipódromo del Norte. Éramos pobres, pero felices. Los pobres de ahora tienen Mercedes Benz, BMW y se van al puerto a drogarse”.

A veces cuesta identificar la línea que traza entre su sarcasmo, la broma y la verdad, pero casi siempre podemos hablar de un Pacheco desvergonzado, que aprendió a fumar Canarios cuando tenía 9 años de edad.
Desde adolescente quiso ser actor. Alguna oposición familiar habrá tenido. “Sí —responde—, pero nunca respeté a mi papá. Eso sí, le tenía miedo porque él era Hitler. No, no le tenía miedo, sino terror. Él quería que yo fuera abogado, pero, yo me dije: ‘Si quiere un abogado, pues que se gradúe él’”.

Don Manuel Pacheco y Adriana Berges Zetina, sus padres, eran peteneros, como Xavier y sus seis hermanos. El actor inició la carrera a sus 13 años. Estudiaba en la Escuela Normal cuando sus maestros descubrieron que tenía vocación para las tablas. Desde que era niño contaba la historia de Guatemala “como si se tratara de la Caperucita Roja”, recuerda. Así que le dieron una beca que consistía en dinero para el autobús cuando salía de la Normal, para ir a la Escuela Nacional de Arte Dramático. En una ocasión lo mandaron a hacer un ensayo al Paraninfo, en los territorios del grupo de Teatro Universitario. Había una escenografía con un Partenón, con sus columnas griegas, “bonitas, que sin querer rompí”. Lo cacheteó, en público, el autor de aquel diseño, Guillermo Grajeda Mena, su tío político.

Xavier estaba llorando por el dolor y la humillación cuando se le acercó una persona que le dijo: “Patojo, ¿no te gustaría trabajar en teatro?” Y respondió que sí. La obra: Antígona, interpretada por Matilde Montoya (la primera mujer de Manuel José Arce). Tiresias era Luis Domingo Valladares. “Era muy guapo Luis Domingo —recuerda, con un tono de voz que se torna dulce, afeminado—, de pelo platinado. Él era Tiresias, el ciego; a mí me vistieron de griego, y a los tres días estaba yo de lazarillo, llevando a Luis Domingo, y fue a partir de ahí que me dije: ‘Esto es verdaderamente lo que quiero hacer’. Y volví a hacer Antígona, muchos años después, en Panamá, Guatemala, y en varios lugares. Es una obra que siempre me ha perseguido y me ha dado premios. Por cierto que Luis Domingo era un buen actor, pero su problema fue que tenía tanto pisto que se dedicó a chingar la pita. Y también recuerdo que actuaban Acisclo Valladares, Norma Padilla y otros que para entonces estábamos pequeñitos”.

Con los años razonó que, efectivamente, su padre tenía razón. “¿De qué voy a vivir?”, se repetía. Decidió ser maestro, se inscribió en Letras, en la Facultad de Humanidades;. Tenía 17 años “y solo viejitos de 30 ó 40 años había. Después de dos años me di cuenta de que eso no me interesaba. Yo quería ser actor”.

Un día se fue a estudiar maquillaje y vestuario a Estados Unidos. “De primero, el gobierno gringo me mandó a estudiar a Cambridge School y simultáneamente, por un mes o dos, lavé platos. Después fui bartender en Beverly Hills. No era un trabajo que me gustara, pero me daba dinero porque era un bar a donde llegaban artistas. Yo les servía guaro de más y ellos me daban buenas propinas. Con eso me pagaba la escuela. Después, me fui a trabajar a un banco, durante años. Quería estar poco tiempo en Estados Unidos, y estuve ocho años, los suficientes para aprender lo que me dio la gana y jubilarme allá del Seguro Social”.
Si bien estudió diseño de modas, no quería fabricar “adornos para viejas”, dice. “De eso hay en los almacenes; hice ropa de teatro. Por cierto, tengo la colección más grande de libros sobre la historia de los trajes, pero no se los voy a dejar a la Escuela de Teatro ni al Ministerio para que se la huevee; tampoco a la universidad; si quieren, que los compren”.

Retornó a Guatemala en 1971 y pasó a formar parte del grupo Diez. Luego estuvo en Teatro Centro, y posteriormente hizo obras en forma independiente. Su etapa de gloria actoral trascendió durante las décadas 1970, 1980 y 1990. Dan cuenta de ello sus actuaciones en Anillos para una dama, Entre mujeres, El final perfecto, La audiencia de los confines, Corona de amor y muerte, Héroes ausentes, Antígona o el pasado, La ronda, La jaula de las locas, Orinoco, Golfos de cinco estrellas y Las orgías sagradas de Maximón, por citar solo algunas. Además de su memorable participación en El candidato de Dios y en Tango, este último, drama del polaco Slawomir Mrozek, dirigido por Ricardo Mendizábal y que trajo de México para el grupo Diez. “Cuando me invitaron a que interpretara al personaje Edek, quise negarme, porque no habla; solo dice ‘sí’, ‘no’, ‘claro’… Pero después descubrí que es un gran personaje; es el pueblo”.

En México conoció a Alejandro Jodorowski —“un tipo que solo él habla, pero dice cosas tan interesantes que es mejor que solo él hable”—. Como consecuencia, trajo El Juego que todos jugamos. Otra de las grandes obras montadas en este país.
Son 55 años de experiencia teatral. Su más reciente gran trabajo como actor lo hizo en El Cuarto de Verónica, en el 2009, con María Teresa Martínez.

Xavier Pacheco ha dado batalla como maestro y como huésped del Teatro Nacional —donde es una especie de espina en el zapato—. Su franqueza le ha valido el encono ministerial y la ojeriza de la élite  burocrática encarnada en artistas y administradores prácticamente cegados ante la luz de un poder transitorio.
Pero el actor resurgirá, así lo promete, pues prepara un montaje sin precedentes que hará, asegura, “con grandes actrices y actores que no tengan nada que perder y que no tengan ya puestas sus esperanzas económicas en el teatro. Será algo muy bien hecho, pero, por ahora, ni siquiera diré el nombre de la obra”.

Salgo de su casa en la zona 5, con olor a Pasita, pensando en cómo pudo ser tan mala gente Grajeda Mena al meterle aquel pijazo, y en público, pero, claro, así era antes. Así se formó, a golpes de teatro y aplausos, el viejo terrible del teatro guatemalteco.






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Xavier Pacheco Berges (Flores, Petén, Guatemala, 19 de mayo de 1941).
Actor y director de teatro
Diseñador de vestuario, escenógrafo y maquillador
Profesor de la Escuela Nacional de Arte Dramático y de la Escuela Superior de Arte
En 1983 viajó con Teatro Centro para representar a Guatemala en el Festival Cervantino, en México, con la obra Edipo Rey.
Con esta obra ganó tres premios opus del patronato de Bellas Artes de Guatemala: como actor, creador de vestuario y diseño de maquillaje.
En 1990 viajó con la obra La Profecía, dirigida por Jean-Yves Peñafiel, para representar a Guatemala en el Festival de Cádiz y luego, en gira por varias ciudades de Francia.
En 1994 viajó a Argentina con el dramaturgo Hugo Carrillo, para asistirlo en la dirección de Las orgías sagradas de Maximón.
En 1996 viajó a Portugal con el ballet folclórico del Inguat, a la feria mundial de Lisboa.
Ha recibido varios homenajes, entre estos, en el 2003, el Consejo Cultural de la Municipalidad de Guatemala lo galardonó por su trayectoria.