“Bailar es como pasar a otra dimensión”: Anoushka Devaux, primera bailarina del Ballet Nacional de Guatemala.
(Fotos*)
Por Juan Carlos Lemus
Theodor W. Adorno se revolcará entre su tumba —como buen marxista y crítico de la hegemonía cultural—, al descubrir que es descaradamente citado para crear el perfil de una bailarina guatemalteca. Pero habrá que consolarlo, en primer lugar, haciéndole saber que se le cita ante una de las más importantes de Centroamérica. Por lo tanto, apoyaremos nuestros pies sobre sus teóricos hombros para dar el salto, y presentar un recorrido por ese fenómeno del ballet que tiene por nombre Anoushka Devaux.En su teoría estética, el citado finado escribió: “Tanto menos se goza de las obras de arte cuanto más se entiende de ellas”.
El ballet es un género artístico que, sugerimos, no debería ser tomado por el mango, como una sartén, para ser utilizado en la alta cocina; esto es, no es utilitario ni debería ser comprendido en el sentido estricto del razonamiento, menos todavía, destinado a la gorda contemplación de un público elitista. No es algo que haya que entender, sino sentir.
Si bien es el arte digno de un espectador con cierto intelecto —y a veces con cierta pedantería—, lo cierto es que el ballet requiere de una formación casi gimnástica; de un vigor y empeño en el desarrollo de la técnica y de una precisión pulquérrima. Una obra literaria, por ejemplo, puede contener una contradicción, como es el caso de ciertas obras de Víctor Hugo o las teorías del mismo Adorno, pero ambas son motivo de indagación hacia mayores profundidades; o un pintor puede muy bien tachar con óleo sus errores y experimentar nuevas rutas antes de colgar sus cuadros en una galería, pero una bailarina no puede darse el lujo de quebrarse un tobillo en escena ni titubear en puntas o vueltas.
Mas la técnica es un poco como el buen manejo de un país, digamos, pues el buen gobierno (del cuerpo) hace que todas las fuerzas estén perfectamente administradas. Pero hay algo que no requiere estudio; es algo tan importante como la técnica y es la pasión de la bailarina ante la hoja en blanco.
Cuando Anoushka Devaux baila, deja de ser Anoushka Devaux y es tan solo un ser humano liberado del mundo. Ya sin nombre, sin el compromiso de hacer un buen rol, ante más de mil personas en el Teatro Nacional, en El lago de los cisnes, en La fille mal Gardée o en Carmen, según le toque, es sencillamente como una hoja de árbol que se desprende, cae al pasto y se deja llevar, de nuevo, arrastrada por el viento.
Fácil es decirlo, y fácil es retoricar describiendo sus desplazamientos, giros, balances y cabriolas; pero mejor aún es descubrir en ella un nivel de ejecución que rebasa la capacidad técnica. Anoushka Devaux ha dado un paso adentro, acaso el más crítico y el más caro de todos: el de internarse dentro de sí misma sin abandonar sus obligaciones actanciales y de equipo; en ese paso se funde con lo que unos llaman el espíritu; otros, Infernum; o eso que Platón llamaba esencia en tanto que Aristóteles sustancia. Más bien, diría que es su propia desaparición; la disipación momentánea de su ego. El salto al vacío, paradójicamente, es lo que la llena y provoca gusto de observarla en escena.
De genes añejos
Hace apenas unos años hubo un tiempo en el que, por muy buena que fuera la convocatoria para asistir al ballet, el teatro quedaba la mitad vacío. Pero en los últimos tiempos se llena bastante. Y es que tenemos buen ballet, con excelentes bailarinas, directores y directoras. Afuera, en la taquilla, se hacen largas filas, y adentro, las bailarinas calientan antes de que se corra el telón.
Anoushka Devaux, como todo el mundo, siente nervios. La traicionan un poco, apenas unos cinco o diez minutos antes de la función, debido a que siempre es una carga salir ante una multitud. Mas los nervios para ella son buenos aliados. Nos contaba, hace poco, que cuando no siente nerviosismo, algo sale mal. Y viceversa.
Mas con nervios o no, cuando pone el primer pie adentro del escenario, no habrá para ella ni el más mínimo instante de intranquilidad. Tanto se sumerge que ya no existe público, ni directora ni familia ni amigos ni nadie. Tampoco existe Anoushka, sino el ser que habita dentro de ella.
Es ese abandono, precisamente, ese hundirse dentro de la naturaleza interna, lo único que hace que cualquier artista dé a luz la magia, así emane de un concierto de Mike Jagger, de la Orquesta Filarmónica de Berlín o del baile de la Desdémona de Otelo.
Cuando el artista no persigue los aplausos —ni teme a los tomatazos— es cuando abre comunión con el arte. Y eso es lo que destella Devaux.
Esta bailarina forma parte de una cadena de genes añejos. Sus orígenes se remontan al siglo XIX, cuando sus bisabuelos belgas se conocieron y posteriormente procrearon, a principios del siglo XX, a su abuela paterna, Marcelle Bonge, quien décadas después (1948), junto con su marido, Jean Gabriel Devaux, fundaron el Ballet Nacional de Guatemala. Estos extranjeros vinieron al país tratando de alejarse lo más posible de la Segunda Guerra Mundial.
Fue con Madame, como la llamaban sus alumnas a Marcelle Bonge de Devaux, con quien esta primera bailarina aprendió sus primeros pasos de ballet. Aclaremos, a propósito, que a ella le incomoda el término primera bailarina porque “no hay segundas ni terceras, todas somos bailarinas”. Es una mujer modesta, evidentemente, y es el tipo de persona que cuando salga publicado este perfil suyo preferirá no salir de casa, o pasar inadvertida ante quienes la reconozcan.
La falsa modestia y la timidez astutamente fabricada se reconocen como el agua turbia y el agua clara, y lo suyo es auténtico. De hecho, aseguro que es el extremo opuesto de una prima dona. Es una primera bailarina que estudia Antropología en la universidad estatal; una señora que lleva a sus dos hijos al colegio; una mujer que piensa que sería feliz, además, yendo al hospital Roosevelt, a cancerología, quizá, a leer cuentos a los niños o a servirles comida. Y lo dice en serio.
De niña, su abuela la ayudó, pero siguió a eso la enseñanza de sus padres, los destacados bailarines Brenda Arévalo y Richard Devaux. De hecho, fue con su madre con quien aprendió, en una tarde inesperada, a trabajar las técnicas de la locura (gestos y movimientos).
Habría que sumar sus estudios de Pedagogía en Danza, en el Theater School, de Holanda. Y sin que se le pregunte a Anoushka sobre las muchas personas que han incidido en su crecimiento artístico, menciona una lista que habría que llevar a un recuadro para que el lector no se desespere. Reconoce que lo aprendido es gracias a sus maestros, y entre otros menciona a Antonio Luissi, Eddy Vielman, Manuel Ocampo, Antonio Crespo, Roberto Castañeda, Christa Mertins, Reyna Sylva, Sonia Juárez, Micaela Taslanau… Además de la ciega confianza que tiene en su Partner de baile, Benjamín Hernández.
Quizás, bailar tiene algo de transmutación, o, para decirlo en palabras de Anoushka, “es como pasar a otra dimensión; el escenario es como una esfera”.
El ballet es una pasión muy delicada que le dejó un golpe en el tendón de Aquiles; nada grave, pero la tuvo fuera de escena dos meses, en el 2006. Esas bailarinas que vemos, etéreas, tienen el cuerpo y el alma vigorosos.
Cerraré con estas palabras de Anoushka: “Solo soy bailarina mientras bailo, no durante el resto del día. Además, sé que el ballet tiene sus grandes limitaciones, por ejemplo, es clásico y sigue siendo para cierta élite”.
De manera que Theodor Adorno puede seguir muerto tranquilamente; no es esta una diva con cuello de cisne y oro en el pico.
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(*Fotografías de Carlos Arriola, cortesía de A. Devaux)